Antes de vestir la sotana y convertirse en líder de la Iglesia Católica, Jorge Mario Bergoglio -el papa Francisco- fue un adolescente común del barrio de Flores, en Buenos Aires. Amante del fútbol, vecino de alma sencilla, y, como muchos jóvenes de su edad, enamorado. Ese primer amor tuvo nombre y apellido: Amalia Damonte, la vecina con la que compartió juegos, sueños y una ilusión que, aunque breve, dejó huella.
Corría la segunda mitad de los años 40. En las calles de Flores, donde las veredas eran el centro de la vida barrial, Jorge y Amalia forjaron un vínculo inocente y profundo. Eran apenas unos niños, de apenas 12 años, cuando la amistad se transformó en algo más. Él, romántico y decidido, le escribió una carta a Amalia donde le proponía casamiento y le prometía construirle una casa blanca. Como todo enamorado precoz, no escatimó en detalles: adjuntó un dibujo de aquella casita, símbolo de un futuro imaginado juntos.
La historia, sin embargo, no tuvo final feliz. La madre de Amalia descubrió la carta y, bajo las estrictas normas de la época, puso fin al incipiente romance. “Fue la única carta que me dio Jorge, pero me costó una paliza de mi papá”, recordaría ella décadas después, en una entrevista que se viralizó en 2013, cuando el mundo conoció que aquel muchacho sensible había sido elegido como el nuevo papa.
El episodio marcó un punto de inflexión. Frente al rechazo familiar, el joven Bergoglio lanzó una frase que, con los años, adquiriría un significado profético: “Si no me caso con vos, me hago cura.” Y cumplió. Con el tiempo ingresó al seminario, se unió a la Compañía de Jesús y fue ordenado sacerdote en 1969.
A pesar del giro radical en su destino, la relación con Amalia no se disolvió del todo. Siguieron en contacto durante algunos años, manteniendo la calidez de aquella amistad transformada. Incluso, según se supo, se escribieron cartas hasta poco antes de que él se convirtiera en pontífice.